Profesora Daniela Rivera: ¿Por qué las aguas son y deben seguir siendo bienes nacionales de uso público?
El Mercurio
Una de las temáticas sobre las aguas que han surgido en el marco del proceso constitucional es la definición de su naturaleza jurídica.
La catalogación de las aguas como ‘bienes nacionales de uso público’ ha sido establecida por nuestro Código Civil y todos los Códigos de Aguas. Las aguas son de aquellos bienes cuyo uso pertenece a la nación, como las playas, las plazas y el mar territorial. Estos bienes, según la teoría del dominio público que se aplica hace siglos en el mundo, están abiertos al uso público, son inapropiables e incomerciables, son inalienables (es decir, no se pueden enajenar o transferir), no pueden adquirirse por prescripción, son inembargables y pueden ser objeto de concesiones, permisos o autorizaciones para fines particulares, según se regule para cada caso. La titularidad y el uso de estos bienes radica en los habitantes de la nación. Con este estatuto, es difícil pensar en otro régimen que ofrezca mejores garantías de protección de estos bienes, en que el Estado, y particularmente la Administración, ejerce un rol fundamental como garante del cumplimiento de esas características.
Esta categoría de bien nacional de uso público es la que poseen las aguas en la mayoría de los países. En algunos casos se formula a nivel constitucional (Costa Rica, Perú, Eslovenia y Portugal), y en otros, en sede legal (Chile, España, Colombia y Francia).
En el último tiempo se han escuchado algunos planteamientos que aseveran que debiera redefinirse otro carácter para las aguas, como el de ‘bien común inapropiable’. ¿Qué se entiende por bien común? No hay claridad al respecto, y, además, es una tipología ajena a nuestro marco normativo, que distingue entre bienes nacionales de uso público, bienes privados y bienes comunes a todos los hombres. Asumimos que no se está pensando en incluirlas entre los ‘bienes comunes a todos los hombres’, como la alta mar y la estratósfera, que, debido a su abundancia, tienen un régimen de libre acceso y desregulación. Imaginar esa situación para las aguas permite advertir negativas consecuencias: sobreexplotación, degradación y elevada conflictividad.
El carácter de bien nacional de uso público (o dominio público) es el que mejor permite articular y compatibilizar el interés público o nacional involucrado en materia de aguas con el interés de las personas, en cuanto usuarias del agua. Esta naturaleza jurídica es la que i) posibilita la exclusión de la apropiación directa y espontánea de las aguas por los particulares; ii) sustenta el establecimiento de un procedimiento concesional como mecanismo a través del cual cualquier persona que necesite usar agua deberá solicitar la constitución del título habilitante; y iii) fundamenta la existencia de una autoridad pública como ente rector de su asignación, planificación, conservación y fiscalización.
Ciertamente, y acá está el punto neurálgico, estos aspectos deben ser regulados y detallados en la ley (o en los reglamentos) de un modo acorde con el interés público. Es en esta regulación en la que debe ponerse atención, asegurando que no se desvíe o difumine el carácter de bien nacional de uso público.
Muchas y muchos anhelamos y abogamos por una mejor regulación y gestión de nuestros recursos hídricos. Pero en la búsqueda de este propósito no debemos caer en la tentación de crear figuras jurídicas que pueden parecer atractivas, novedosas o mejores que las existentes, pero que resultan extrañas a nuestro ordenamiento jurídico, y, peor aún, que carecen de implicancias certeras. Por más que se lograra dejar escrito en la Constitución que las aguas son bienes comunes u otra naturaleza análoga, esa inclusión no es suficiente para dotar de contenido y aplicabilidad a esa noción. Se correría el serio riesgo de generar desprotección, incertidumbre y caos en la ordenación de uno de nuestros elementos naturales más preciados e importantes.
Aún con varias páginas en blanco por delante en el proceso constitucional, en que la creatividad ha sido invocada numerosas veces, la responsabilidad y rigurosidad técnica deben primar, pues no hay que olvidar que la Constitución es, fundamentalmente, una norma jurídica, y no un espacio de catarsis ni un listado de buenos deseos e intenciones.
*Esta columna también fue escrita por Guillermo Donoso, miembro del Consejo Directivo del CDGA.