Profesor Francisco Urbina: Negacionismo, libertad de expresión y DD.HH.
El Mercurio Esta columna también fue escrita por Luis Eugenio García-Huidobro del Centro de Estudios Públicos.
La pasada fue una mala semana para la libertad de expresión en nuestro país. El Reglamento de Ética aprobado por la Convención Constitucional consagra la controvertida figura del negacionismo como falta y la sanciona en términos excesivamente amplios. Esta abarca ‘toda acción u omisión que justifique, niegue o minimice, haga apología o glorifique’ las violaciones a los DD.HH. cometidas durante la dictadura y tras el 18 de octubre de 2019, así como similares conductas referidas a las ‘atrocidades y genocidio cultural de las que han sido víctimas los pueblos originarios’ durante el período de la ‘colonización europea’ y desde ‘la construcción del Estado de Chile’.
Esta figura es en sí misma cuestionable. Toda democracia constitucional que se precia de tal supone el reconocimiento y protección de una robusta libertad de expresión que facilite la coexistencia de una pluralidad de visiones. Por lo demás, su importancia trasciende lo puramente nacional: para el Derecho Internacional de los DD.HH., las limitaciones a la libertad de expresión exigen una justificación inequívoca, muy especialmente en asuntos de relevancia pública.
Las restricciones a la libertad de expresión de convencionales son especialmente graves, pues se trata de un órgano deliberativo. Los parlamentarios en general gozan de una mayor protección a su libertad de expresión, precisamente para facilitar un debate lo más transparente y plural posible, en el que se puedan expresar posiciones representativas de todo el electorado. Tal es el parecer de la Corte Europea de Derechos Humanos: la libertad de expresión es ‘especialmente importante para un representante electo’, pues aquí se trata de un ‘discurso político por excelencia’, preocupando a la Corte ‘la protección de la minoría parlamentaria frente a abusos de la mayoría’ (Selahattin vs. Turquía (2) de 2020). Si ello aplica a parlamentarios, con mayor razón es procedente respecto de quienes redactan una Constitución: esta es la instancia de deliberación más profunda que puede darse en una democracia.
Jurídicamente, esta situación es preocupante. La formulación de esta restricción a la libertad de expresión es sumamente vaga, abarcando un período de tiempo amplísimo (más de 200 años solo respecto de la Colonia) y a propósito de situaciones en los que la sociedad ha llegado a distintos niveles de certezas y consensos. En otros países, el establecimiento de esta sanción ha ido precedido de muchas mesas de diálogo o comisiones de la verdad, pero en nuestro país todavía ni siquiera han concluido los procedimientos penales iniciados con motivo del estallido social.
Esto entrega pocas seguridades a los posibles sancionados, aumenta la autocensura y facilita su manipulación con propósitos políticos. Al igual que su par europeo, la Corte Interamericana de DD.HH. ha enfatizado la importancia de que las restricciones a la libertad de expresión sean aprobadas legislativamente y tengan la precisión suficiente (Álvarez Ramos vs. Venezuela de 2019). Asimismo, el Comité de DD.HH. de la ONU ha sostenido que el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (del que Chile es parte) ‘…no autoriza las prohibiciones penales de la expresión de opiniones erróneas o interpretaciones incorrectas de acontecimientos pasados’ (Obs. Gen. 34).
En estos meses, varios convencionales han invocado una y otra vez el Derecho Internacional de los DD.HH. Harían bien entonces en recordar el importante rol que los tratados internacionales le atribuyen a la libertad de expresión, como presupuesto básico de una democracia pluralista. No solo por el riesgo de posibles infracciones al Derecho Internacional, sino especialmente porque un propósito central del proceso constituyente es dotarnos de una Constitución que sea realmente la casa de todos.